Seguro que todos conocemos la afirmación que cada acto tiene su público y que debemos conocer cuál es para contribuir al éxito del mismo. Yo no voy a discutir esto, pero ¿qué ocurre cuando es imposible encasillar a los asistentes?
La reciente visita de Sus Majestades los Reyes de España a Orihuela, ciudad en la que resido, tuvo dos tipos de público, el programado y el espontáneo. Yo me encontraba en este último grupo, y es al que me refiero en mi pregunta anterior.

En líneas generales, la decisión de asistir a cualquier acto responde exclusivamente a tres supuestos: porque la asistencia es obligatoria, porque el acto conecta con los intereses personales y porque la persona no tiene otra cosa mejor que hacer. Sobre este asunto hace tiempo escribí un artículo en mi blog titulado «Cautivar y no ser cautivos», que si os interesa podéis leer pinchando aquí.
El público programado, el que es oficialmente invitado al evento, considera su asistencia obligatoria, al margen del interés personal o profesional que le suscite la invitación.
El público espontáneo, por su parte, se enmarca dentro de los otros dos supuestos. La gente que fuimos a ver a Felipe VI y a Letizia tras las barreras de seguridad lo hicimos por el interés de verles en persona o porque esa mañana no teníamos otra oferta mejor.
Pero al margen del motivo de la asistencia a un acto, existe un elemento denominador común, todo asistente reclama atención.
¿Qué hubiera pasado si los reyes no hubieran interactuado con el público espontáneo? Realmente nada, pero nos hubiéramos sentido menospreciados. Las sonrisas, los apretones de manos, los selfis, las efímeras palabras, todo ello contribuye a conseguir un público espontáneo agradecido. Y es aquí, precisamente, donde reside el éxito.
El filósofo alemán y uno de los fundadores del Romanticismo, Friedrich Schlegel, afirmó que «el público no es un objeto, sino un pensamiento», y así lo tenemos que considerar en la organización de actos.
Fotografía: © Casa de S.M. el Rey
Mª del Carmen Portugal Bueno